La tauromaquia tiene un poderoso atractivo emocional y estético que naturalmente no ha pasado inadvertido a la literatura. La ciencia del toro ha llegado a desarrollar todo un vocabulario propio y las mejores crónicas de corridas están más próximas a la literatura que al periodismo.
Cuanto ocurre en los cuatro años de vida de un toro bravo tiene sentido sólo para que durante los quince minutos que pasa en la plaza se comporte como un animal de lidia: fuerte, noble, valiente, una y otra vez atacando. Su oponente, el torero, es a la vez técnico y artista, necesita el valor porque su conocimiento no impide al cien por cien que arriesgue su vida. Puede hacer su trabajo con verdad, como se llama a dominar al animal sin trucos, sin ventajas, con pureza. Cuando el animal sale a la plaza en edad, peso y fuerzas adecuados, con sus defensas intactas, con su instinto no manipulado, y cuando el torero se entrega inspirado en conjunción de poder y de valor, se produce un milagro de una belleza plástica y una hondura que pocas artes pueden alcanzar.
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