Nueva novela de Calderón

Un macabro experimento lleva a Rodrigo a planear y cometer seis asesinatos en doce meses. No hay motivo particular detrás de ninguno de ellos, sólo la curiosidad científica, una especie de misión, de probar que pueden cometerse sin perder por ello la cordura. El doctor Wilson, psiquiatra, supervisa la evolución psicológica de su paciente. La jueza McHor y el policía Iturri, personajes de otras novelas de Calderón, entran en escena antes del sexto asesinato. Al mismo tiempo, una grave crisis personal pondrá a prueba el tesón de la voluntariosa magistrada.

La novela narra los seis capítulos de la odisea psicópata de Rodrigo, escenarios, modus, víctima y firma, separados por las correspondientes entrevistas con Wilson. Compulsión, inteligencia y rito, en busca de los efectos de la adicción a la sangre. Las indagaciones de los oponentes dan pie a la autora para reflejar muchos aspectos de teoría criminal y de práctica psiquiátrica. Mal y psique.

El conjunto resulta algo extenso, repetitivo y previsible, pero es entretenido si no se buscan grandes emociones. Debo decir también que el tema de las personalidades disociadas ha sido tocado antes por Fred Vargas en La tercera virgen. Otra cosa.

Reyes Calderón

Los libros que buscan sobre todo entretener y gustar a un gran público basan su estrategia en tres puntos: estilo sencillo sin grandes pretensiones literarias, una buena historia de arquitectura compleja pero comprensible y provocar emociones inmediatas y básicas (tensión, suspense o compasión). Dicho de otro modo, castellano correcto y sencillo, buen argumento y ritmo. Reyes Calderón, vallisoletana, madre de nueve hijos, doctora en Economía y Filosofía, ha ido aprendiendo este oficio a lo largo de cinco novelas y hace aceptablemente bien esas tres cosas. Además, desde su tercera novela, Las lágrimas de Hemingway, está intentando crear un personaje, enriqueciéndolo de una novela a otra. La anterior, Los crímenes del número primo, de la que vendió 35.000 ejemplares, estaba lastrada por pretensiones de estilo, defecto que ahora ha corregido en parte. Por otro lado, se ha centrado esta vez en un argumento más convencional y menos barroco, y la historia ha ganado en fluidez.

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Más sobre el número primo

Me dice un amigo que Los crímenes del número primo no está tan mal. Que exagero. Puede ser. De todos modos, esto decía hace poco Ricardo Senabre en El Cultural (e insisto en que respeto mucho a quien se pone a escribir un libro; ahora, puede que luego alguien lo lea y pase esto):

Cosa muy distinta es el lenguaje con que se quiere revestir literariamente el relato y que lo desvirtúa por su excesivo énfasis. De noche, las dependencias del monasterio «se hallaban bajo el dominio de las tinieblas» y «la negrura subyugaba la construcción con su férrea disciplina» (p. 15). Un policía no puede decir en serio: «Somos pacientes águilas que patrullan el techo del mundo, esperando que los ratones abandonen confiadamente su madriguera y delincan» (p. 195). Ni la juez contestar: «Lo suyo, como lo mío, es contemplar los silencios que el dolor provoca, los estallidos que perforan los tímpanos del alma» (p. 196). Claro que la misma juez se dirige al padre Ignacio en estos términos: «Me alegro que le guste el trato, rector, aunque, de momento, sólo he escuchado el adverso del mismo» (p. 216). Tampoco parece que el conturbado secretario del arzobispo comente que el fallecido «era una buena persona, muy buena, no debió ser acree-dor de ese final» y que «si hubiera seguido los dictámenes de mi instinto, él estaría vivo» (p. 175).

Esta hinchazón enfática, que no hay que confundir con la literatura, choca con la reiteración de errores o impropiedades idiomáticas elementales: el uso de «dintel» por «umbral» (pp. 55, 207, 234), de «infringir» por «infligir» (pp. 52, 155), de «meteorología» por «tiempo atmosférico» (p. 143) o de «geografía» por «territorio, lugar» (p. 290), entre otros casos. Hay afirmaciones enigmáticas: no es posible saber qué es una «impávida luz» (p. 7) o una nariz «de por sí aguileña» (p.12), cómo los capiteles del monasterio «vestían sus paredes» (p. 15) cuando su lugar está en lo alto de las columnas, o cómo «mis ojos deseaban juzgar por sí mismos» (p. 370). Demasiada imprecisión, excesiva impropiedad, demasiado abultamiento expresivo para sostener una historia bien ideada.