Con los libros pasa como con las personas, sólo se puede querer mucho y de manera continuada a unos pocos. Los más, la mayoría de ellos, pasan por nuestras vidas como noticias en un periódico (sobre personas a las que nunca conoceremos), como vecinos en un ascensor (hola, adiós, ¿qué tal la familia?) o como compañeros de estudios o trabajo (relación amable, algún cafelillo, vidas aparte fuera de esos ámbitos).Así debe ser. Sólo nos entregamos de verdad (y viceversa) con unos pocos. Sólo guardamos fidelidad de por vida a algunas obras, a algunos autores. El consumidor de literatura es por naturaleza promiscuo e infiel. Aparentemente se deja llevar por cada canto de sirena, pero sabe bien que demorará poco tiempo en cada puerto. Caprichoso, voluble e inconstante, buscará incansable satisfacer su curiosidad, beber de muchas fuentes. No suelen bastarle las referencias de otros, quiere saber por sí mismo.
Muchos libros serán abiertos e interesarán en un primer e incluso segundo encuentro. Pero la mayoría flaquea en la tercera cita, la sospecha de la pérdida de tiempo aplasta en el lector exigente el rescoldo de interés que le quedara. ¿Y qué se puede leer sin interés? Podrá mantenerse la relación, por educación, disciplina o lo que sea, pero en esos encuentros, ya cada vez más espaciados, los dos saben, el libro y el lector, que no hay nada que hacer. El lector ya le estaba engañando con otro desde casi el principio. Parece que el libro se diera cuenta y se vengara poniendo empeño en interesar cada vez menos. Ambos sólo quieren terminar de una vez.
Todo este proceso es normal y feliz, siempre que se hayan encontrado aquellos que merecen la lealtad, que siempre están ahí y sonrien indulgentes cuando coqueteamos con otros. Todo buen lector conoce la intensa vibración que nos recorre cuando abrimos un nuevo libro del que esperamos algo en serio preguntándonos, ¿y si este fuera de los buenos? ¿y si volviera a darse la mágica, perfecta y escasa confluencia de ideas y palabras?