Connelly

¿Qué hay mejor que un libro de Connelly recién comprado y por leer? La respuesta es: dos.

Hace ya algunos años que busqué y leí todas sus novelas. Así que sólo me queda esperar la de cada año. Ahora me he encontrado con dos a la vez, El inocente, un thriller forense donde nos presenta al abogado Michael Haller y Echo Park, el último caso de Harry Bosch. A Connelly le encanta mezclar a sus personales: en Echo Park aparece la profiler del FBI Rachel Walling con la que Bosch tiene un affaire y, de pasada, aparece mencionado Haller. En la web de Connelly veo que en octubre de 2008 se publicará una nueva novela donde aparecen Bosch y Haller que resultan ser ¡hermanos de padre!

Tanto El inocente como Echo Park están muy bien. La pena es que Bosch tiene ya 56 años y Connelly amenaza con jubilarlo.

Pigmalión

Cuento de Augusto Monterroso

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.

Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.

Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.

Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.

El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.

Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.

Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.

En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.

Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.

Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.

Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.

A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.