Después de cinco novelas publicadas, Murakami ha pasado de escritor de culto a autor de ventas y de prestigio internacional. Algunos escritores le idolatran, los reseñistas no se ahorran halagos y su nombre aparece los últimos años cuando se habla del Nóbel. Ahora se publican estos veinticuatro relatos, escritos a lo largo de veinte años, entre 1986 y 2006. Murakami es imprevisible, busca siempre sorprender. Como ha reconocido, deja volar sus ficciones al ritmo del jazz, con continuas improvisaciones y vericuetos. El resultado puede ser una amalgama de historias estrambóticas y algo desconcertantes (Kafka en la orilla) o novelas más sólidas y terminadas (como Tokio blues). En el prólogo plantea que sus novelas, frondosas e incontenibles, son como plantar un bosque y hacer relatos como plantar un jardín, algo planificado y controlado.
Es el primer párrafo de una reseña que acabo de preparar para Aceprensa. Sólo había leído antes Kafka en la orilla y no me gustó nada: surrealista, obscena y confusa, a pesar del estilo fácil y agradable de la escritura. Estos relatos me han gustado más, sin entusiasmarme. El problema de Murakami empieza cuando pretende dar ideas, endebles y con una filosofía de almanaque: “el hombre únicamente se teme a sí mismo”, “todo, de lejos, parece muy bonito”, “una persona, desee lo que desee, nunca puede dejar de ser ella misma”, y cosas así. Para mi sigue siendo incomprensible el fervor que despierta este escritor, claramente sobrevalorado.
De acuerdo, escribe fácil, y muy pegado al terreno (lenguaje coloquial, marcas que todos conocemos, títulos de canciones), pero eso es sólo una parte de la cuestión. Lo anterior lo convierte, en cierto sentido, en un escritor hábil. Y nada más.
Lo que valoro de Murakami es que sus tramas están bien elaboradas, sorprenden…como decías. Pero quizá hay algo más superficial que nos atrae hacia sus textos, la sensación de deslizarte por sus páginas al leerlo. Es algo que me pasa pocas veces.