Hace unos días cumplió sesenta y cinco años Eduardo Mendoza. Dejé pasar la ocasión de decir algo por el sentimiento agridulce que me viene siempre que sé de él. Para mi constituye el paradigma de lo que pudo haber sido y no fue, o, al menos, no está siendo. No sé si es un problema de falta de exigencia y rigor, de cansancio, de falta de inspiración, o de todo un poco, pero la realidad es que no levanta cabeza.
Tiene una novela extraordinaria, La ciudad de los prodigios y una muy buena, La verdad sobre el caso Savolta. Todo lo demás es mediocre. No pretendo ser tajante, pero estamos ante un caso de escritor de talento, del que cabe esperar mucho (pues lo ha demostrado), y que se conforma con parodias más o menos humorísticas y de preocupante falta de sustancia.
Empleando el modo de hablar taurino, sigo esperando que recupere el sitio y que sus frecuentes aportaciones al absurdo debate de la “muerte de la novela” no reflejen su perspectiva sobre su propia obra.
Nunca me ha gustado demasiado, quizá porque tuve la mala suerte de «ser obligada» a leer El caso Savolta en clase de Literatura y destriparla a base de sesudos análisis sobre el uso del pastiche. Quizá si la hubiese descubierto por mí misma la habría disfrutado más.
Coincido plenamente. Mendoza es un buen escritor que puede ser excelente. En todas sus novelas hay pasajes increíbles mezclados con lo que me parecen estructuras demasiado simples, en muchos casos sobadas. Pero de que hay talento en este hilvanador de palabras lo hay, no tengo la menor duda de ello.
Desde mi punto de vista no tiene una sola novela mala, pero tampoco una sola novela sobresaliente, con excepción, tal vez, de la que mencionas (la de Savolta) y El Año del Diluvio, que en lo particular me parece una pequeña joya.