Libro absolutamente singular. El humor que exhibe Mihura está basado en la exageración, el absurdo, la imposibilidad, hay que suspender toda lógica o cerrarlo. Vean: su ama de cría hace exhibiciones por provincias: en una plaza de toros alimenta a 200 o 300 niños, vivos por la parte de arriba y muertos por la de abajo. Ante esto solo caben dos cosas: o te va o no te va. Lo bueno es que puede saberse desde la primera página y desde ahí ahorrarse o disfrutar de la lectura. Ese tono le permite en el fondo reírse de todo y de todos (el mundo del teatro, el corsé de las mujeres, los duelos, los periódicos, París,…un torero con gafas de lejos y de cerca que se las cambia al entrar a matar…).
Yo me quedo con los dos capítulos finales, el XXIII y el XXIV donde habla de La Codorniz y del humor.
La ironía es de mala educación, es obra del mal genio, del rencor, de los celos, del resentimiento. El irónico es agrio, antipático, es un aguafiestas que llega a una casa convidado y dice cosas desagradables a la gente, sin necesidad. Pretende asignarse una misión moralizadora y por eso es impertinente, con impertinencia de viejo gruñón o de convaleciente de la gripe.
El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone uno en el sombrero. Un modo de pasar el tiempo. El humor verdadero no se propone enseñar o corregir, porque no es esta su misión. Lo único que pretende es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos marchemos de puntillas a unos veinte metros y demos una vuelta a nuestro alrededor contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como antes en los tres espejos de una sastrería y descubramos nuevos rasgos y perfiles que no nos conocíamos. El humor es verle la trampa a todo, darse cuenta de por dónde coger las cosas. El humorismo es lo más limpio de intenciones, el juego más inofensivo, lo mejor para pasar las tardes.