Dunne. Una temporada en el purgatorio

Dunne (1925-2009) conoce bien a la alta sociedad norteamericana, como ya demostró en Las dos señoras Grenville, su novela más célebre. En esta otra volvió a inspirarse en hechos reales y cuenta una historia más perturbadora e impactante.

Los Bradley son una familia millonaria cuyo hijo menor, Constant,  intenta violar y asesina a una chica. Ya había agredido antes a otras mujeres. Sale indemne del asunto sirviéndose de sobornos. El padre y patriarca del clan es un adúltero incorregible que no rechaza ningún medio para conseguir sus objetivos, y acude sin escrúpulos al crimen organizado. Entre los hermanos de Constant hay alcohólicos, adúlteras, y una loca que quiere ser monja. Dieciocho años después del episodio de Constant, Harrison, su mejor amigo, deja de resistir a su conciencia y decide confesar lo que sabía.

Los Bradley son avasalladores y corruptos. Su hipocresía resulta más dañina pues son católicos y mantienen buenas relaciones con la jerarquía. La madre de Constant se toma más en serio la religión pero prefiere no ver lo que ocurre en realidad en su familia.

Dunne es despiadado a la hora de mostrar cuanto puede haber de escandaloso en la vida de los más privilegiados. Una historia tan desagradable como bien contada.

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Wilcock. La sinagoga de los iconoclastas

La sinagoga de los iconoclastas es una atípica ficción que no deja indiferente. 36 personajes imaginarios, a cual más absurdo y surrealista. Retratos de utopistas, inventores y lunáticos. Un arriesgado paseo por los límites entre la genialidad y la demencia. A veces parece un libro humorístico y otras uno de terror. En todo caso, siempre, es bastante original. Una curiosidad. Lectura nada imprescindible.

Wilcock es un poeta argentino de la generación del 40, neorromántico y surrealista, que frecuentaba a Borges y a Bioy. Me ha recordado al Bolaño más delirante y al Vila-Matas más imaginativo. Pero en peor.

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El ser granadino. Nicolás López Calera

Demoledor análisis del espíritu granadino. Según el autor, catedrático de Filosofía del derecho, ya fallecido, lo esencial del granadino es la negatividad: cerrado, antipático, desconfiado y rácano. El ciprés, el agua, la distancia y el Carmen como símbolos de un modo de ver la vida. Conservador, parado, poco efusivo y calculador. Hasta las cosas positivas (profundo, serio, discreto) las convierte en defectos. El autor explica que no pretende provocar sino que las cosas cambien. En el prólogo, García-Montero no se muestra más optimista e incide en Granada como problema, con un adelante que explica su “absoluta falta de protagonismo en el panorama nacional”. Yo vivo aquí y algo de todo eso hay, pero también conozco a muchas personas que no son así. Un análisis poco equilibrado y de alcance limitadamente local.

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