Auctoritas y dignitas

-Sí que he aprendido -admitió Pompeyo indolente. ¡Vamos, Varrón, ya sé que estoy convirtiéndome en el partidario más apreciado de Sila, pero también soy capaz de entender que necesite a otros! Aunque puede que tengas razón -añadió-. Es la primera vez en mi vida que tengo tratos con un comandante en jefe que no sea mi padre. Mi padre era un gran militar, pero lo único que contaba para él eran sus tierras. Sila es distinto.
-¿En qué sentido? -inquirió Varrón con curiosidad.
-A él le importa poco casi todo… ni siquiera nosotros a quienes llama legados, colegas o lo que mejor le parezca. Ni siquiera sé si le importa Roma. Lo que a él le importa no es nada material: ni el dinero, ni las tierras, ni aun la magnitud de su auctoritas o su reputación pública. No, para Sila eso no tiene importancia.
-¿Y qué es lo que le importa? -insistió Varrón, fascinado por el prodigio de que un Pompeyo profundizase más que él.
-Quizá su dignitas -contestó Pompeyo.
Varrón se puso a pensarlo detenidamente. ¿Tendría razón Pompeyo? Dignitas! El don más intangible de cualquier noble romano era la dignitas. La auctoritas representaba el ascendiente, la magnitud de su influencia pública, su capacidad para influir en la opinión pública y en las entidades públicas desde los sacerdotes a los encargados del Tesoro.
La dignitas era distinto. Era una cualidad profundamente personal y exclusiva, aunque se proyectaba sobre todos los aspectos de la vida pública del individuo. ¡Qué difícil de definir! Claro, por eso existía, precisamente, la palabra. La dignitas era… ¿la magnitud del efecto que causaba alguien… el grado de su gloria? La dignitas resumía lo que un hombre era, como persona y como miembro destacado de la sociedad. Era el conjunto de su orgullo, su integridad, su fidelidad, su inteligencia, sus hazañas, su habilidad, su saber, su posición, su valía como hombre… La dignitas perduraba tras la muerte, era el único medio con que contaba el individuo para triunfar de la muerte. Sí, ésa era la mejor definición. La dignitas era el triunfo del hombre sobre la extinción de su ser físico. Y vista bajo esa perspectiva, Varrón pensó que Pompeyo tenía toda la razón. Si algo importaba a Sila era su dignitas. Había dicho que vencería a Mitrídates; que regresaría a Italia y se vengaría; que restablecería la república en su forma tradicional. Había dicho esas cosas y tenía que hacerlas para que no mermara su dignitas. Y de algo externo a su persona extraía la fuerza para cumplir su palabra. Y una vez cumplida quedaría satisfecho. No podía descansar hasta no haberlo logrado. No descansaría.
-Diciendo eso -comentó Varrón -, le has prestado a Sila el último favor.
-¿Cómo? -preguntó Pompeyo, con un brillo de perplejidad en sus ojos azules.
-Quiero decir -replicó Varrón vocalizando despacio- que acabas de demostrarme que Sila no puede perder. Él lucha por algo que Carbón ni siquiera entiende.
-¡Ah, sí, desde luego! -añadió Pompeyo alegremente.

Colleen McCullough, Favoritos de la Fortuna.

Favoritos de la Fortuna

He terminado el tercer volumen. Aunque el proyecto es largo, veo claro que conviene leerlo seguido para no perderse. Hay que meterse en ese mundo para captar su coherencia. Se parece al nuestro en bastantes aspectos pero hay cosas muy diferentes.

Se presta atención a nuevos detalles: el mundo religioso tan particular de los romanos, el desarrollo de las causas judiciales y, por fin, los juegos y los gladiadores. En algún momento he pensado que hay tanto detalle en estos libros que pierdes un poco el conjunto. Lo tengo menos claro ahora en el momento de escribirlo.

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La técnica en la escritura

E.: ¿Qué técnica utiliza para alcanzar su estándar?
W. F.: Deje que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si lo que le interesa es la técnica. No existe una manera mecánica de escribir, no hay atajos. El escritor joven sería un estúpido si siguiera una teoría. Enséñate a ti mismo por tus propios errores: la gente sólo aprende a partir de los errores. El buen artista cree que nadie es lo bastante bueno para darle consejos. Posee una vanidad suprema. Por mucho que admire al viejo escritor, quiere superarlo.
……….
E.: Entonces ¿niega la validez de la técnica?
W. F.: De ninguna manera. A veces la técnica se ocupa del sueño antes de que el propio escritor pueda encargarse de él. Ese es el tour de forcé y la obra acabada consiste simplemente en colocar bien apilados los ladrillos, dado que el escritor debe conocer todas y cada una de las palabras hasta al final antes de escribir la primera.(…) Pero cuando la técnica no interviene, la escritura también resulta más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se alzan y se encargan de las cosas y terminan el trabajo, digamos que en algún punto en torno a la página 275. Claro que no sé qué ocurriría si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la objetividad para juzgar su trabajo, además de la sinceridad y la valentía de no engañarse sobre él. Dado que ninguna de mis obras ha cumplido con mis propios estándares, tengo que juzgarlas basándome en la que me causó más dolor y angustia, al igual que la madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se hizo cura.

Entrevista a William Faulkner en Paris Review, 1956.