Leo en El País la necrológica que le dedica Eduardo Lago, director del Instituto Cervantes de Nueva York. Habla de la fuerza incendiaria de su lenguaje y la radicalidad de sus planteamientos literarios.
Opina que el consenso, sobre todo entre los escritores, es que La broma infinita se trata de la novela más audaz e innovadora escrita en Estados Unidos en la década final del siglo XX.
De una entrevista que le hizo Lago, me quedo con dos párrafos:
«Desde un punto de vista materialista», declaró entonces el autor, «los Estados Unidos son un buen lugar para vivir. La economía es muy potente, y el país nada en la abundancia. Y sin embargo, a pesar de todo eso, entre la gente de mi edad, incluso los que pertenecemos a una clase acomodada que no ha sido víctima de ningún tipo de discriminación, hay una sensación de malestar, una tristeza y una desconexión muy profundas. Sobre nosotros sigue pesando la sombra de episodios históricos recientes, como Vietnam o el Watergate y ahora, el desastre que se avecina con la matanza que está a punto de comenzar en Irak»
Campeón del experimentalismo, siempre tuvo claro que no podía quedarse en un mero juego de artificio realizado en el vacío: «Lo esencial es la emoción. La escritura tiene que estar viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada».