Memorias de Stendhal

Después de Léautaud, no tenía más remedio que leer el Brulard. Lo he hecho no en la traducción de Bergés para Austral sino en una para Alfaguara de Juan Bravo. Lo que dice L es totalmente cierto y se aprecia incluso vertido al castellano: es fresco y lleno de realidad y autenticidad, a lo que contribuye sin duda que está sin terminar y sin revisar. Lástima que sólo llegue hasta su juventud. El contenido en si no es especialmente interesante: la muerte de su madre, el odio hacia su padre y hacia el jesuita que le educó, su temprana aversión hacia el cristianismo, su elitismo aristocrático. Es un tipo al que no le gusta casi nadie. Es un niño talentoso con pronta afición por las letras y la música.

Adora a Shakespeare, Cervantes, Ariosto, Rousseau, La Fontaine y las Memorias de Saint-Simon. No así a Racine ni a Voltaire.

Más adelante seguiré con los Recuerdos de egotismo, su Diario y sus libros de viajes.

No pretendo escribir una historia sino simplemente anotar recuerdos a fin de adivinar qué clase de hombre he sido.

No me atribuyó más méritos que pintar fielmente la naturaleza que con tanta claridad se me presenta en ciertos momentos. También estar seguro de mi perfecta buena fe, de mi adoración por lo auténtico. En tercer lugar, el placer que siento de escribir.

Es curioso observar la cantidad de cosas que recuerdo desde que escribo estas confesiones.

Umbral. La noche que llegué al café Gijón

En Los Cuadernos de Luis Vives hace Umbral su particular autorretrato del artista adolescente. A principios de los sesenta se marcha a Madrid, a intentar vivir en escritor o morir en el empeño. La crónica de esos años está hilvanada en estos recuerdos en torno a un lugar emblemático, epicentro cultural y social del mundo al que Umbral quería pertenecer.

Allí convivían varias tertulias (actores, gallegos, escritores, poetas, pintores, jóvenes,…). «El café era, entre otras muchas cosas, el hondón de Madrid adonde habían venido a parar los desclasados, los frustrados, los vencidos, los humillados». «Barracón de los vencidos», «cárcel voluntaria y conservadora de los voluntarios de la libertad», dirá también.

Lecturas, artículos, hambres, museos, amores, primeros éxitos, pensiones y el primer cuarto propio, la escritura del primer libro (sobre Larra). El tema central del libro es la literatura y su forja como escritor, pero salen muchas cosas más: las mujeres, la vejez, la política o el dinero.

El libro termina con el entierro de Gómez de la Serna, un escritor fundamental para él.

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El bar de las grandes esperanzas. Moehringer

Moehringer redactó el libro de recuerdos de Agassi, que a mi me pareció muy destacable. Aquí habla de si mismo. Unas memorias de paso a la vida adulta, un proceso lleno de subidas y bajadas. Su formación es un cóctel de lecturas y de sabiduría popular y está muy marcada por la ausencia del padre. Abogado (Yale), escritor, periodista (NY Times y Los Ángeles). Sus primeros amores y su problema con el alcohol (aunque no suele llamarlo así). Todo gira en torno a un bar y los personajes que lo frecuentan. Que lo frecuentan mucho.  Que viven allí prácticamente. Abundantes historias y conversaciones. Gente perdedora pero que lucha. Se respira vida. Como ya se vio en Open, Moehringer es un eficacísimo narrador.

Además de proporcionar un refugio, Steve impartía, todas las noches, lecciones sobre democracia, o sobre esa pluralidad especial que propicia el alcohol. De pie, desde el centro del local, veías a hombres y mujeres de todos los estratos de la sociedad educándose unos a otros, maltratándose. Oías al hombre más pobre del pueblo conversar sobre la «volatilidad de los mercados» con el presidente de la Bolsa de Nueva York, o al bibliotecario local darle una clase a uno de los mejores beisbolistas de los New York Yankees sobre la conveniencia de agarrar el bate desde más arriba. Oías a un porteador de escasas luces decir algo tan descabellado y a la vez tan sensato que el profesor universitario de filosofía se lo apuntaba en una servilleta y se metía esta en el bolsillo. Oías a camareros que, mientras cerraban apuestas y preparaban cócteles, hablaban como reyes filósofos. Steve creía que la barra de un bar era el punto de encuentro más igualitario de todos los que existían en América.

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