Después de Léautaud, no tenía más remedio que leer el Brulard. Lo he hecho no en la traducción de Bergés para Austral sino en una para Alfaguara de Juan Bravo. Lo que dice L es totalmente cierto y se aprecia incluso vertido al castellano: es fresco y lleno de realidad y autenticidad, a lo que contribuye sin duda que está sin terminar y sin revisar. Lástima que sólo llegue hasta su juventud. El contenido en si no es especialmente interesante: la muerte de su madre, el odio hacia su padre y hacia el jesuita que le educó, su temprana aversión hacia el cristianismo, su elitismo aristocrático. Es un tipo al que no le gusta casi nadie. Es un niño talentoso con pronta afición por las letras y la música.
Adora a Shakespeare, Cervantes, Ariosto, Rousseau, La Fontaine y las Memorias de Saint-Simon. No así a Racine ni a Voltaire.
Más adelante seguiré con los Recuerdos de egotismo, su Diario y sus libros de viajes.
No pretendo escribir una historia sino simplemente anotar recuerdos a fin de adivinar qué clase de hombre he sido.
No me atribuyó más méritos que pintar fielmente la naturaleza que con tanta claridad se me presenta en ciertos momentos. También estar seguro de mi perfecta buena fe, de mi adoración por lo auténtico. En tercer lugar, el placer que siento de escribir.
Es curioso observar la cantidad de cosas que recuerdo desde que escribo estas confesiones.