Recuerdo que un día, después de haber oído una referencia de un astrónomo eminente acerca del análisis espectral de las estrellas de la vía láctea, pregunté a dicho astrónomo si consentiría en dar una conferencia acerca del movimiento de la Tierra, pues entre sus oyentes había muchos que ignoraban la causa del día y de la noche y de las distintas estaciones del año. «Sí», me respondió, «es un bello tema, pero muy difícil. Me es mucho más fácil hablar del análisis espectral de la vía láctea».
Lo mismo sucede en arte. Escribir un poema sobre un asunto del tiempo de Cleopatra, pintar a Nerón incendiando a Roma, componer una sinfonía a manera de Brahms o de Ricardo Strauss o una opera como las de Wagner es mucho más fácil que contar un cuento que no tenga nada de maravilloso y hacer que la persona lo sienta; o dibujar con lápiz una figura que conmueva o alegre al espectador, o escribir cuatro compases de una melodía sin acompañamiento, pero que traduzca determinado estado de alma.
Tolstoi
Murakami
Kafka en la orilla no es una buena novela. Ya les he dicho que no me cuadra mucho la fama de este autor en España o Francia. La gente debe ver cosas que yo no soy capaz de ver.
Kafka Tamura se escapa de casa a los quince años y va a dar a una biblioteca de una pequeña población japonesa donde es acogido para trabajar y vivir. Su madre y hermana abandonaron hace años el hogar y él huye también de un padre al que no se siente unido. Satoru Nakata sufrió un extraño accidente cuado era niño y quedó reducido a un amable ser fronterizo que sólo se siente a gusto entre gatos. Un hecho trágico le lleva a dejar su ciudad y el azar le lleva a Takamatsu, donde su destino se cruzará con el de Tamura.


