Méndez, inspector de policía de la Brigada de homicidios, no requiere presentación para el lector español de novela criminal. En esta décima entrega, la penúltima hasta ahora, se enfrenta al terrorismo que llega a las mismas calles de su Barcelona. Méndez es un personaje inefable construido página a página desde hace muchos años. Los bolsillos de su traje están deformados por los libros y usa un revólver colt («una pieza robada del Museo de Artillería Naval, que para sacarla a la calle necesita un tráiler», en opinión de su jefe, el comisario principal Monterde). Va su aire y no obedece órdenes. Impasible a las pullas continuas de Monterde. Todo lo exterior le resbala.
Tres historias que van confluyendo:
1. Un industrial encarga a un ex-convicto la muerte de una persona;
2. Una nena con Down es chuleada por una madame; (la parte más sórdida de esta sórdida novela)
3. Un opositor a notarías es asesinado en la boda. Por su novia.
González Ledesma ofrece una visión ácida de la vida y del hombre. El tono es de estar de vuelta de todo, de cinismo, de crítica social. El blanco principal de la denuncia son los ricos. Un mundo de apariencia e hipocresía. Todo el mundo miente y va a lo suyo e intenta tomar lo que quiere. Las calles de Méndez están llenas de matones y prostitutas. El cuadro se completa con comunistas derrotados y nostálgicos y con papas y obispos mencionados con frecuencia, siempre en contextos grotescos buscando fuertes contrastes o presumiendo las actividades que menos puede esperarse en ellos. Abundan las blasfemias y las palabras malsonantes.
González Ledesma tiene mucho oficio y es un digno y solvente representante de este tipo de libro de género. Pero esta le ha salido de las más desagradables.
Lo mejor es el personaje Méndez, en el fondo un ser entregado y sacrificado. Dice no creer en nada pero defiende hasta el final a los maltratados. Escéptico y al mismo tiempo compasivo.