El último libro de Barnes, valioso como casi todo lo suyo, trata de las relaciones entre arte y poder, y lo hace a través de la figura del compositor ruso Shostakovich, uno de los músicos más importantes del S. XX.
Precoz artísticamente, enfrentado a su madre desde pequeño, neurótico, indeciso y de voluntad débil, pronto chocó con las exigencias del poder. Debía escribir música clara y realista. Lenin había decretado que el arte pertenecía al pueblo. Nada de arte por el arte sino arte para las masas. Una música que guste a las masas, no el formalismo burgués que se dirige a élites cosmopolitas. En Rusia sólo había dos tipos de compositores, los que estaban vivos y asustados y los que estaban muertos. Shostakovich optó por los primeros. Traicionó a Stravinsky en su viaje a América. El peor momento de su vida. La última cobardía fue afiliarse al partido. Un hombre está dispuesto a hacer cualquier cosa por salvarse a si mismo, sobre todo si eso significa salvar a los que más amas. Se decía.
Ser ruso era ser pesimista, ser soviético era ser optimista. El poder pensaba que si exterminaba a alguna parte suficiente de la población e imponía al resto una dieta de propaganda y terror brotaría el optimismo. La progresión natural de la vida humana va del optimismo al pesimismo, y un sentido de la ironía ayuda a atenuar el pesimismo, ayuda a producir equilibrio, armonía.
El libro resulta mitad indignante, si miramos a las autoridades soviéticas, mitad patético, cuando nos fijamos en el pusilánime compositor. Aunque es fácil juzgar desde fuera. •